martes, 29 de mayo de 2012

La fuerza tranquila de Benedicto XVI

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Publicamos nuestra traducción de un artículo de Vittorio Messori sobre los lamentables eventos de los últimos días.

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Es el reflejo condicionado de la profesión. Comprensible, tal vez debido, pero que a veces parece un poco abusivo. Hablo del tamiz al que los periódicos someten los textos papales para encontrar alguna alusión a los eventos de la actualidad eclesial. Al respecto, he leído con atención el texto completo de la homilía pronunciada ayer por Benedicto XVI en la Misa de Pentecostés. Dicen que la ha escrito totalmente de su puño y letra, a diferencia de muchas otras cosas en las que se limita a revisar lo que preparan según sus instrucciones, orales o escritas.


He encontrado una página de alta espiritualidad, un apremiante llamado, no sólo a los fieles sino a la humanidad entera, a reencontrar comprensión y comunión, abandonando tantos contrastes, resueltos tal vez con la violencia. También la comparación entre Pentecostés, signo de unión, y Babel, signo de desunión, es un clásico del arte homilético. También la utilizó el maestro inalcanzable del género, el mítico Bossuet, predicador en la corte del Rey Sol.


Pero – y si soy desmentido no me quejaré – no me ha parecido encontrar ningún vínculo con la actual crónica negra eclesial. Y digo negra de manera intencional, porque me parece recordar que es una de las poquísimas veces, desde el final del poder temporal, que se habla de alguien, además un laico, encerrado por “sacerdotes” en su cárcel. No son las secretas del Palacio del Santo Oficio, donde el cardenal Ratzinger ha trabajado por un cuarto de siglo, pero, en definitiva, ha causado gran impresión.


La celda del ayudante de cámara, entre otras cosas, nos recuerda una realidad a menudo olvidada: el Vaticano, a pesar del escaso medio kilómetro cuadrado de superficie, es un Estado entre los Estados, se sienta en la ONU, tiene una bandera, un escudo, un himno, tiene un periódico y una gaceta oficial, tiene embajadas, policía, fuerzas armadas, tribunales, una radio, una estación ferroviaria. Tiene también la comentada banca central; y, de hecho, tiene una prisión. Importante, digo, no olvidarlo, porque (como ha sido observado también recientemente) se sigue confundiendo entre Ciudad del Vaticano e Iglesia, mientras que no son lo mismo. Así, por ejemplo, las cuestiones del IOR o del Osservatore Romano o de las embajadas en el mundo, las nunciaturas, conciernen al Estado, no a la Iglesia. También el episodio clamoroso del arresto de estos días y la filtración de documentos que la ha precedido no tienen ningúna relevancia religiosa, conciernen a la policía y los magistrados vaticanos, por lo tanto al Estado, no ciertamente a la Iglesia.


Pero, para volver a la homilía de ayer de Benedicto XVI. Probablemente había sido escrita tiempo atrás pero, incluso si su misma escritura hubiera sido recientísima, era muy improbable encontrarse referencias a esto. También porque, lo reiteramos, no se trata de eventos que conciernen a la enseñanza de aquel Custodio de la fe y de la moral que es el Sucesor de Pedro.


La ocasión litúrgica era la de Pentecostés que, lo recordó el mismo Papa, es como el “bautismo” de la Iglesia, nacida pocos días antes, es decir, después de la Ascensión al Cielo de Jesús. El profesor Ratzinger era, y es, un gran experto de teología dogmática y tenía – tiene – una óptima preparación en exegésis bíblica, como ha confirmado también en los dos libros hasta ahora publicados sobre el Jesús histórico. No es especialista en historia eclesiástica, pero es también esta una disciplina en la que se mueve con desenvoltura. Por lo tanto, sabe bien que es en gran parte abusivo aquel mito de la Igelsia primitiva, compuesta totalmente de santos, cultivado también hoy por quien se opone a la Santa Sede actual, invocando el retorno a los orígenes. El mito nace de algunos versículos de los Hechos de los Apóstoles que describen la idílica comunidad primitiva de Jerusalén, donde todos se aman y ponen todos sus bienes en común.


Por desgracia, duró poco, porque las comunidades iniciales, compuestas por judíos, se dividieron enseguida en su interior entre “helenistas” y “judaizantes”, sin exclusión de culpas. Tanto que hubo de inmediato un cisma, el de los judeo-cristianos. Las cartas de Pablo nos dan un panorama inesperado y un poco desalentador: las iglesias, a menudo fundadas por él mismo, por lo tanto recién nacidas, no estaban sólo ya divididas en el plano doctrinal sino que a menudo no brillaban tampoco por moralidad y el Apóstol debe reprender, exhortar, estigmatizar comportamientos pecaminosos.


Haciendo un salto temporal, no olvidemos que en muchas ciudades del África septentrional, donde el cristianismo se había implantado rápidamente, fueron con frecuencia cristianos quienes abrieron las puertas a los musulmanes, aclamándolos a su ingreso. Mejor ellos, decían, que los bizantinos que mandaban en aquellas tierras; y mejor también que las continuas luchas, a menudo bastante sangrientas, y que la inmoralidad, de las infinitas sectas y facciones que se enfrentaban dentro de la Iglesia. Vengan, por lo tanto, gritaban los bautizados cansados de aquellas violencias, vengan los discípulos de Mahoma a poner un poco de orden entre aquellos sedicentes seguidores del Evangelio y cargados en cambio de todo pecado.


¿Por qué recordar estas cosas? Porque la serenidad de Benedicto XVI nace de la conciencia que, desde los comienzos – precisamente en Pentecostés -, la institución eclesial ha estado raramente a la altura del ideal. La imperfección es la norma, allí donde hay hombres. Alguno ha llegado al punto de hablar de una suerte de apatía suya frente a los recientes graves episodios que no tocan, ciertamente, la teología, pero que hieren la máquina institucional, con el peligro de escándalo para los fieles y de pérdida de credibilidad del entero catolicismo. Está incluso quien, diciendo hablar como amigo al Papa y por el bien de la Iglesia, ha augurado la renuncia que lo lleve a retomar, finalmente, su verdadera vocación: la del estudioso, retirado en un monasterio, sólo con sus libros. Dejando a algún otro, más activo y atento a la vida concreta de la Iglesia, la gestión de las cosas. Pero estos amigos de Joseph Ratzinger de cuya buena fe no queremos dudar no se dan cuenta que, de este modo, hacen el juego precisamente a sus opositores, si realmente lo quieren inducir a irse con eventos como la filtración de los documentos privados. En cuanto a la apatía, quien habla de eso ignora que Benedicto XVI no ama el clamor sino el trabajo paciente, meditado, respetuoso de las personas y que cuanto ha hecho, y hace, escapa a menudo a los medios pero no es, de hecho, irrelevante. Y pronto, se dice, se tendrá una pueba que sorprenderá a quien lo acusa de distancia de los hechos.


Queda, de todos modos, el hecho de que un teólogo como él es totalmente consciente que la Iglesia ha sido, es, y será siempre, como decían los Padres, “immaculata ex maculatis”: sin mancha en su Misterio, que es Cristo mismo, y demasiado a menudo sucia en su envoltura institucional,compuesta por hombres que los sacramentos no han hecho a todos santos. El Papa sabe bien que la Persona de la Iglesia no debe ser confundida con su personal. Dolorido, ciertamente, y lo ha dicho sin vacilar frente a la pederastia de mucho clero y frente a otros hechos penosos. Pero es un dolor que no merma de ningún modo su convicción de que, por mucho que hagan los hombres de la Iglesia, por mucho que pequen los hombres de la institución, nunca lograrán afecta lo que importa. Es decir, la fe en el Inocente por antonomasia que precisamente el día de Pentecostés ha comenzado su marcha misionera por el mundo entero. Lo que importa, ha dicho una vez, es la perla, no el poco agraciado envoltorio.


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Fuente: Corriere della Sera


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 23 de mayo de 2012

La interpretación del Concilio y la renovación de Culto Divino: magistral conferencia de Mons. Ferrer Grenesche

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El sub-secretario de la Congregación para el Culto Divino, Mons. Juan Miguel Ferrer Grenesche, participó hace pocos días en una Conferencia sobre canto gregoriano, en la cual habló ampliamente de la interpretación del Concilio Vaticano II, de los verdaderos enemigos de dicha asamblea conciliar, de las causas de la crisis post-conciliar y la secularización intra-eclesial, así como también de los desafíos que su dicasterio tiene por delante luego del Motu proprio “Quaerit semper”, de Benedicto XVI, que ha pedido que la Congregación se dedique principalmente a la promoción de la Sagrada Liturgia. El sacerdote español ha afirmado que está en curso la renovación del dicasterio para poder ocuparse orgánicamente de las prioridades asignadas por el Santo Padre. Omitimos traducir la parte referida en particular al canto gregoriano, de la cual se ofrecen amplios pasajes en el sitio Chiesa, de Sandro Magister.

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Todos conocen la insistencia y la centralidad que el Santo Padre Benedicto XVI ha querido reservar durante todo su pontificado a la correcta y auténtica aplicación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II.


¿Pero se trata realmente de una novedad? De hecho, no. Esta solicitud es, de hecho, manifestación de un natural y lógico interés por parte de los supremos pastores de la Iglesia, que se ha vuelto mucho más urgente cuando, transcurrido un lapso razonable de tiempo, se ha hecho posible hacer un balance de tal recepción, en cuyo surco Benedicto XVI prosigue el ejercicio de conducción del arado apostólico. Juan Pablo I, como es evidente por el nombre mismo por él elegido e inspirado en sus dos últimos predecesores – aquellos que habían convocado y concluido, respectivamente, el Concilio -, se había ya planteado tal objetivo, a pesar de que la brevedad de su pontificado no le haya concedido tiempo para proseguir ampliamente tal compromiso pastoral. Y Juan Pablo II no se ha limitado, de hecho, solamente a recoger el testimonio del nombre de su predecesor sino, sobre todo, a partir del Sínodo extraordinario de 1985, a 20 años del Concilio, ha asumido el objetivo prioritario de asegurar una recepción auténtica del Concilio Vaticano II.


El nombramiento por parte de Juan Pablo II del teólogo Cardenal Ratzinger a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe tiene mucho que ver con tal desafío pastoral. Durante su acción como jefe de la Congregación, Ratzinger reveló y confirmó con los hechos hasta qué punto estaba convencido de que la interpretación y recepción auténtica del Concilio está estrechamente vinculada a la asunción de la continuidad respecto a todo el Magisterio anterior de la Iglesia, lo que él define “hermenéutica de la continuidad”, frente a una bastante frecuente “hermenéutica de la ruptura”, como clave hermenéutica de los documentos conciliares. Serán los documentos sobre la Teología de la libertación ("De theologia liberationis", del 6 agosto 1984: AAS 76 [1984], pp. 876-909) y la declaración “Dominus Iesus” del 6 de agosto de 2000 sobre la unicidad de la salvación ("Notitiae" 36 [2000], pp. 408-437) las piezas más explícitas para mostrar tal impostación. Corresponde, sin embargo, al Catecismo de la Iglesia Católica (1992 e 1997) el rol de documento-clave en este sentido, destinado a tener y a ejercer el mayor peso doctrinal y a suscitar las más amplias repercusiones.


En el libro-entrevista “Informe sobre la fe” (Ratzinger-Messori, 1985), el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al preparar el Sínodo extraordinario, ya tocaba los puntos focales, señalando cómo se hacía particularmente urgente la correcta, es decir, auténtica, relectura de la extraordinaria riqueza de la enseñanza conciliar.


Cada Concilio, en materia de definiciones o afirmaciones de fe, está sujeto a los límites de lo humano y lo contingente. No toda enseñanza del Vaticano II puede, por lo tanto, ni pretende, tener el mismo valor o la misma validez con el pasar de los años. Es, por lo tanto, absolutamente legítimo leer los textos con sentido crítico, siempre que la garantía de una correcta acción pastoral, más allá de cualquier lícito juicio personal o de debate académico, garantice su “obediencia pastoral” al Papa y al Colegio Episcopal reunido en comunión con él, es decir, a la Tradición viviente de la Iglesia. Y para ser más exactos, la enseñanza de los Papas del post-Concilio y el fruto de los trabajos de los diversos Sínodos celebrados en el curso de los últimos cincuenta años nos colocan frente a la certeza que el Magisterio del Concilio Vaticano II continua siendo, en su organicidad, válido, oportuno y necesario para la Iglesia actual.


¿Quiénes son, por lo tanto, los enemigos de la doctrina y de la renovación promovida en la Iglesia por el Concilio Vaticano II? De hecho, la respuesta más clara e inmediata parecería tener que decir: aquellos que, desde el principio, lo han rechazado, considerando su enseñanza inoportuna e imprudente y, todavía más, incongruente y contradictoria con la enseñanza y la disciplina siempre vigentes. Detrás de esta posición se insinúa, de hecho, un juicio – en mi opinión – extremadamente genérico y excesivamente rigorista, que no se puede admitir sin poner seriamente en peligro las verdades de la asistencia del Espíritu y de la promesa de la Providencia, así como aquellas de la autoridad y la infalibilidad de Pedro y sus sucesores.


Sin embargo, la reivindicación de la facultad de ejecución de una lectura crítica sobre algunos puntos concretos de los documentos conciliares – como ya mencioné anteriormente – es plenamente compatible con la noción de obediente aceptación de la enseñanza conciliares, tal como es propuesto y proclamado por los legítimos Pastores de la Iglesia. Por lo tanto, sostengo con plena convicción que los auténticos y más concretos enemigos de la enseñanza del Vaticano II son aquellos que, teniéndolo siempre en los labios o en la mano como un arma pronta a ser lanzada – si bien refiriéndose más a su “espíritu” que a su efectiva y comprobada enseñanza y sin perder ocasión, probablemente para reforzar tal presunto “espíritu”, de reiterar que nos encontramos ya, de hecho, frente a la necesidad de un nuevo Concilio –, lo interpretan como antítesis o ruptura de la enseñanza y de la disciplina precedentes (tesis). Ellos afirman, además, la ilusoria pretensión, aunque astuta, de que tal manipulación o lectura “antitética” del Concilio permita volver a las fuentes de un cristianismo auténtico y primitivo, capaz de implicar mediante su comprensión genial de la realidad y no en virtud de los efectos de nuestra inserción, determinado por la obediencia de la fe, en la línea vital y vitalizante de la tradición eclesial. Son ellos, “neo-gnósticos” en ámbito doctrinal” y “neo-arqueologistas” en ámbito litúrgico, los más peligrosos enemigos del Concilio.


Volviendo, por lo tanto, a las preocupaciones del Magisterio post-conciliar, es necesario inevitablemente señalar la importancia dada al dramático fenómeno del ateísmo en masa, sobre todo práctico, pero en muchos sentidos teórico o doctrinal en su sutil laicismo militante cada vez más encendido.


Luego de las dos últimas guerras mundiales, en el preocupante clima de la así llamada guerra fría, se han afirmado en el mundo algunas poderosas tendencias de pensamiento: por un lado, un realismo materialista privado de esperanza, conocido como existencialismo ateo y centrado en la noción sartreana de “náusea”, y por el otro, la autoproyección consciente de una esperanza intra-mundana transmitida por utopías políticas, como el marxismo, o hedonistas, declinadas en las diversas modalidades del liberalismo radical ético y económico.


La conclusión del Concilio, y sobre todo su primera recepción y aplicación, tienen lugar en este específico clima cultural, prolongándose, con diversas modalidades, hasta nuestros días. Clave de comprensión de la lectura antitética del Concilio está en identificar hasta qué punto, para algunos, las ideologías dominantes, más que la tradición de la Iglesia, han constituido la clave hermenéutica para la interpretación de los documentos conciliares.


¿Cuál es la causa determinante de todo esto?


Probablemente, sobre algunos ha ejercido su peso, por falta de una seria y convicente formación, el deseo inquieto de novedades. Creo, sin embargo, que para la mayor parte se ha tratado de una búsqueda de respuestas a un problema real y urgente, si bien hecho – por decirlo en términos prestados de la medicina – a través de un diagnóstico equivocado y una terapia contraindicada. Ha sido sostenido con autoridad que entre los motivos del alejamiento respecto al cristianismo por parte del hombre contemporáneo están la división o el exceso de separacionismo con que se han explicado y vivido el orden natural y el sobrenatural. El remedio consistía en poner en evidencia la proximidad entre los dos planos y su “continuidad”. De este modo, el hombre contemporáneo habría visto la cercanía del mensaje cristiano y de su propuesta de vida con las propias aspiraciones y los propios proyectos. Pero la propuesta, en cambio, se ha traducido bien pronto en una “secularización” de la vida y de la enseñanza cristiana. Lo que buscaba, por lo tanto, evitar el avance del ateísmo de masa, ha terminado por alimentar el secularismo en la misma Iglesia; y lo que los adversarios consideraban poder introducir con lentitud y dificultad en el pueblo cristiano y frenar en las tierras de misión, ha terminado difundiéndose con inusitada rapidez, precisamente a través de la enseñanza teológica, la predicación, la catequesis, la misión e incluso la liturgia, secularizándolas. Una problemática aún persistente y cuyos nocivos efectos aún hoy sufrimos.


En este contexto debe enterse la llamada de Sínodo de 1985 para que la Iglesia viva de la Palabra de Dios y de la Liturgia y, partiendo de una teología de la Cruz, se esfuerce con dedicación, firmemente unida en la Comunión, en su esencial compromiso misionero. De aquí la insistencia en la importancia de recuperar en la Liturgia el sentido de lo sagrado, es decir, el primado de Dios y de su acción, y una catequesis mistagógica, es decir, inspirada y nutrida por la experiencia sobrenatural vivida en la Liturgia a través de la Palabra y los signos eficaces eclesialmente transmitidos, comprendidos y vitalizados.


En campo litúrgico, la Carta Apostólica “Vicesimus quintus annus” (diciembre de 1988) y la II parte del Catecismo de la Iglesia Católica (octubre de 1992 y agosto de 1997), titulada “La celebración del Misterio cristiano”, marcan la respuesta del Magisterio al respecto y la correcta recepción e interpretación del Concilio. La posibilidad concreta de afrontar y ofrecer una respuesta adecuada e inteligible al ser humano contemporáneo pasa exclusivamente a través de la reapropiación de una identidad cristiana clara y bien definida, que nazca y se alimente de la fuente de la Liturgia y que no ofrezca ni oro, ni plata, sino sólo lo que posee, la salvación de Jesucristo, único Redentor de la humanidad (cfr. Hechos 1, 6), don impredecible, pero que para quienquiera que lo reciba se vuelve respuesta imprescindible y suprema a todos sus angustias más profundas.


Como en el Concilio, tambien en el Magisterio post-conciliar, y en particular en el de Benedicto XVI, la Sagrada Liturgia – divina Liturgia, como se dice en Oriente – asume una importancia fundamental. La Liturgia, de hecho, “opus Dei”, estimula a los creyentes a una experiencia vital de Dios y de su acción a través de la experiencia de la Fe. La Liturgia es, además, operante en la Iglesia, en cuyo seno nacen los “testigos” (mártires) del Evangelio. En la perspectiva, además, de la nueva evangelización, la Liturgia muestra con claridad y fuerza cómo debe ser considerada fuente y culmen de la vida y de la acción de la Iglesia ("Sacrosanctum Concilium", n. 10). En cuanto culmen, está llamada a orientar y precisar el objetivo de la acción pastoral de la Iglesia, que es la santificación de la humanidad, la “gloria de Dios” y la vida eterna; en cuanto fuente, hace comprender la centralidad y el primado de la acción de Dios y el valor que la creación posee en la cooperación y participación en la acción divina, revelando de ese modo sus dimensiones cósmica, social y eclesial, juntamente con su valor apologético en vistas a la presentación de las “realidades” de los contenidos de la fe cristiana al hombre contemporáneo, tan dependiente de lo “concreto” en la línea del positivismo científico.


A partir de esta perspectica, asume una gran importancia el cuidado de la participación en la Liturgia por parte de los fieles (cfr. "Sacrosanctum Concilium", n. 14, y para las implicancias prácticas nn. 15-20). Tal insistencia del Concilio es ampliamente propuesta en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1140, leído a la luz de la entera sección nn. 1136-1186, y en el contexto más amplio del capítulo II, nn. 1135-1206, de la I seccione de la II parte). Benedicto XVI vuelve a proponer el mismo tema fundamental en la expresión “ars celebrandi”, que aparece en la Exhortación Apostólica Post-sinodal “Sacramentum Caritatis”, en los nn. 38.42, que debe leerse en relación con los nn. 52-63 del mismo documento, poniendo en evidencia la extrema importancia e interés que el tema asume en la Iglesia actual.


En este contexto debe entender el Motu Proprio “Quaerit semper”, del pasado mes de agosto (2011), con el cual el Santo Padre Benedicto XVI ha querido ulteriormente concentrar el trabajo de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en sus competencias propiamente litúrgicas, afirmando:


“En las presentes circunstancias ha parecido conveniente que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se dedique principalmente a dar nuevo impulso a la promoción de la Sagrada Liturgia en la Iglesia, según la renovación querida por el Concilio Vaticano II a partir de la Constitución Sacrosanctum Concilium”.


Las palabras del Santo Padre son muy precisas:


1. Él se refiere a las “presentes circunstancias”, es decir, al amplio contexto cultural y eclesial al que hemos hecho referencia;


2. Dice “principalmente”, en cuanto la Congregación mantiene en sí todas las otras competencias, también de disciplina sacramental, si bien en este ámbito ha cedido amplio espacio al Tribunal de la Rota Romana;


3. Habla de “nuevo impulso” y cita expresamente al Concilio Vaticano II y la “Sacrosanctum Concilium”, poniendo en evidencia de ese modo cómo los nuevos objetivos de la Congregación no comportan ninguna dicotomía con la acción del Magisterio precedente, y en particular con las enseñanzas conciliares rectamente entendidas;


4. Usa el vocablo “renovación”, y no “reforma”, entendiéndolo según lo enseñado por el beato Juan Pablo II en la Carta Apostólica "Vicesimus quintus annus" (nn. 3-4, y en particular el n. 14), en la que afirmaba – citando “Dominicae Cenae”, n-9 – que “es muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa educación, para descubrir las riquezas de la liturgia” y que, al mismo tiempo, “no se puede seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación del Documento [es decir, la 'Sacrosanctum Concilium'] pero sí de una profundización cada vez más intensa de la Liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual” ("Vicesimus quintus annus", n. 14).


En este sentido, el trabajo de la Congregación debe, en este momento, tener como su prioridad hacer que el pueblo de Dios que vive la liturgia en la forma ordinaria del Rito Romano integre cada vez más la propia plena y fructuosa participación en las celebraciones con una intensa educación y su con su naturaleza de un hecho de orden espiritual. Esto se traduce en una particular atención en asegurar en su interior un correcto cuidado del “ars celebrandi”.


Así también, deberán tenerse bien presentes los parágrafos reservados a este tema por el Santo Padre en la II parte de la “Sacramentum Caritatis”, allí donde se habla de “ars celebrandi” (nn. 38-42) y de "actuosa participatio" (nn. 52-63):


n. 39: El Obispo, liturgo por excelencia. Esto implica una atención particular a la formación, a la consulta y al apoyo por parte de la Congregación en relación al compromiso de cada Obispo y de las Conferencias de Obispos en materia litúrgica.


n. 40: El respeto de los libros litúrgicos y la riqueza de los signos. Esto comprende una primera fase de renovado empeño en el tratamiento de las “ediciones típicas” y, en un segundo momento, de garantía respecto a su correcta traducción y a su correcto uso, junto a un esfuerzo tendiente a poner adecuadamente en sentido, luz y valor, los signos litúrgicos según las rúbricas, las Praenotanda de los diversos libros litúrgicos y el “Caeremoniale Episcoporum” en su calidad de libro que, asumiendo la liturgia episcopal como modelo, constituye la expresión más completa de la Liturgia romana.


n. 41: El arte al servicio de la celebración. Esto exige que la Congregación se dedique con un empeño cada vez mayor a la definición y a la promoción de aquellos aspectos que deben ser entendidos como parte integrante de la Liturgia, como el lugar, el espacio, los utensilios y los ornamentos para la celebración.


n. 42: El canto litúrgico. Una necesaria y particular atención debe reservarse a la música y al canto para la liturgia, parte privilegiada del arte litúrgico, en la óptica de una recuperación de la especial atención que ella merece por parte de la Congregación.


nn. 52-63: La participacion activa. Esta sección del documento pontificio obliga a la Congregación, en acuerdo con los otros Dicasterios de la Curia Romana, a proveer de modo especial en garantizar una correcta formación del clero y de los fieles en campo litúrgico, como elemento fundamnetal para una verdadera vida de cristianos y al desarrollo de la propia vocación específica en la Iglesia. Al mismo tiempo, implica una consideración cada vez más profunda de los temas urgentes de la traducción y, en particular, de la inculturación, partiendo de la perspectiva teológica y pastoral de facilitar la participación en la liturgia, más que de cualquier consideración de naturaleza socio-política o fundamentalmente intelectual, como aquella del “derecho de los pueblos”. Al mismo tiempo, la prioridad asignada a la pastoral litúrgica induce, siempre en una pesrpectiva inter-dicasterial, a tener presentes los importantes desafíos tanto ecuménicos (n. 56), como en el campo de la pastoral y de la caridad (n. 56) y de las pastoral general (nn. 57 y 61-63).


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Fuente: Chiesa


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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lunes, 21 de mayo de 2012

Mons. Marchetto: “Aún prevalece la hermenéutica de la ruptura: hay mucho trabajo por hacer”

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“La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar”. Con estas palabras Benedicto XVI, en su discurso del 2005 a la Curia Romana, advertía sobre la confusión que podía nacer de una interpretación particular del Concilio Vaticano II. Hoy, cuando la Iglesia se prepara a celebrar los 50 años de aquella asamblea, inaugurada el 11 de octubre de 1962 por Juan XXIII, ha sido presentado en la Radio Vaticana el libro “Las claves de Benedicto XVI para interpretar el Vaticano II”, escrito por el cardenal Walter Brandmuller, por el arzobispo Agostino Marchetto y por mons. Nicola Bux. Presentamos nuestra traducción de una entrevista al Arzobispo Marchetto.

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¿Cuáles son las claves para interpretar el Vaticano II en la visión de Benedicto XVI?


La primera clave había sido ya delineada antes que el cardenal Ratzinger se convirtiera en Papa: estamos en la línea de la interpretación, de la hermenéutica de la reforma en la continuidad. El Papa, en su famoso discurso del 22 de diciembre de 2005, añade que la otra interpretación, es decir, la de la ruptura y la discontinuidad, ha creado confusión y dificultades. Entonces, el Santo Padre nos ha dado la clave de la correcta interpretación del Concilio, que había preocupado ya a Pablo VI. Otra clave que ahora se ha añadido – y estaba también implícita – es aquella de la visión a la luz del Año de la Fe. La otra clave de interpretación del Concilio, por lo tanto, es la fe: debemos tener presente que no se puede comprender la Iglesia si no se la mira con los ojos de la fe, si no aceptamos la presencia del Espíritu, de modo particular, por ejemplo, en un Concilio ecuménico. Nosotros, con este libro, tratamos de hacer ver que hay también una base científica que apoya esta interpretación del Santo Padre.

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Usted ha citado el Año de la Fe. En octubre de 1962, la apertura del Concilio Vaticano II: este año es el 50º aniversario. La celebración tiene lugar en coincidencia con el Año de la Fe y con el Sínodo para la nueva evangelización: ¿De qué coincidencia se trata?


La evangelización tiene varios significados: yo recuerdo, por ejemplo, que la primera evangelización – incluso en territorios en que no hay libertad religiosa – es la caridad. Precisamente hace poco he estudiado el Decreto “Ad gentes” y he quedado impresionado por la belleza, la bondad y la profundidad de este documento, precisamente en la línea de la evangelización entendida con diversos nombres. Está el testimonio, está la buena noticia. Este documento debe insertarse en los otros documentos de la Iglesia que dicen algo para la evangelización: por ejemplo, el diálogo interreligioso, la libertad religiosa. He encontrado un estudio muy hermoso de Joseph Ratzinger, de cuando aún no era cardenal, que afrontaba precisamente este tema, el de poner la evangelización junto a los otros documentos aprobados por el Concilio.

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Volvamos a la herméneutica de la discontinuidad, de la ruptura, y a la hermenéutica de la reforma: ¿cuál prevalece actualmente en la Iglesia?


Por desgracia, debo decir, prevalece la de la ruptura. Más aún, diría que se ha tomado conciencia de que no sólo la franja extrema – la que era la mayoría en el Concilio – sino también los movimientos tradicionalistas dicen lo mismo. También para ellos ha habido una ruptura. Por lo tanto, hay todavía mucho trabajo por hacer.

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¿Cuál es, entonces, la contribución de la lectura ofrecida por el Papa?


Por ejemplo, el cardenal Brandmuller presenta el Vaticano II con un background de todos los Concilios ecuménicos. Luego añade también lo específico del Vaticano II, ciertamente en la línea de la tradición. Por mi parte, subrayo la continuidad teniendo presente que la renovación ha ido hacia el consenso y el diálogo, por lo tanto, es una renovación en la continuidad. Es necesario tener juntos las dos claves, porque ésta es la Iglesia Católica y el Concilio es un ícono de la Iglesia católica: es necesario caminar juntos en la visión de nuestra realidad en el mundo actual, pero teniendo presente ambién nuestra fidelidad al patrimonio y al aspecto – que es fundamental – de la continuidad.

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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 16 de mayo de 2012

Para nuestros tiempos, el Papa señala a Santa Hildegarda

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Hace pocos días, el Papa Benedicto XVI hizo pública su importante decisión de extender a la Iglesia universal el culto litúrgico en honor de Santa Hildegarda de Bingen, en lo que se denomina “canonización equivalente”. Esta decisión pontificia abre las puertas a la posibilidad, mencionada hace algunos meses, de que la mística renana sea declarada doctora de la Iglesia por el Santo Padre. Presentamos nuestra traducción de una entrevista de Radio Vaticana al Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

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En realidad, Hildegarda era considerada santa desde hace siglos. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI había dedicado a la abadesa renana dos catequesis y había comenzado diciendo: “También en aquellos siglos de la historia que habitualmente llamamos Edad Media, muchas figuras femeninas destacaron por su santidad de vida y por la riqueza de su enseñanza. Hoy quiero comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII”.

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Y entonces: ¿quién era Hildegarda de Bingen y por qué este reconocimento oficial de su santidad?


Digamos, en primer lugar, que el caso de Hildegarda de Bingen es muy singualr, al menos, por dos motivos. El primero concierne al momento histórico particular, en el que aún no se había concluido definitivamente el paso de la canonización episcopal a la pontificia. En consecuencia, los primeros pasos realizados para la canonización, inmediatamente después de la muerte de la abadesa renana (1179), se refieren todavía a un clima de transición.


El segundo motivo es dado por la enraizada y común convicción de la santidad de Hildegarda de Bingen, convicción que no se ha interrumpido prácticamente hasta nuestros días y que hace referencia a una canonización de facto de la mística renana, aún no habiendo sido nunca proclamada santa de iure. Las fuentes biográficas, tanto las contemporáneas como las sucesivas a su muerte, hablan claramente de ella como “sancta” o “beata”. La convicción de su santidad fue reforzada ulteriormente por la veneración reservada a su tumba y a sus reliquias, y también por el culto litúrgico a ella tributado, con la aprobación de las autoridades eclesiásticas, no sólo en Maguncia, sino también en Tréveris, Spira y Limburgo, y en toda la Orden Benedictina. Desde entonces, y hasta nuestros días, su nombre se encuentra reportado tanto en los martirologios locales, como en los oficiales de la Iglesia Romana, y siempre acompañado del apelativo de “santa”.


Por otra parte, además de los tres papas que tenían la clara intención de proceder a la canonización de Hildegarda de Bingen – es decir, Gregorio IX, Inocencio IV y Juan XXII -, no faltan Sumos Pontífices que la designan con el apelativo de “santa”, como Clemente XIII, Pío XII y, como ya hemos visto, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Tal convicción común y generalizada ha hecho considerar implícitamente no necesario o del todo superfluo, o bien ya adquirido, un procedimiento específico para la canonización de Hildegarda de Bingen, comúnmente considerada ya canonizada.

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¿Cómo se ha procedido para regularizar esta situación?


Benedicto XVI, constantando la existencia desde tiempo inmemorial de una sólida y constante fama sanctitatis et miraculorum, ha procedido a la así llamada canonización equivalente, según la legislación de Urbano VIII (1623-1644), luego definitivamente teorizada por Prospero Lambertini, luego Papa Benedicto XIV (1740-1758). En la canonización equivalente, “el Sumo Pontífice manda que un Siervo de Dios – que se encuentra en posesión antigua de culto y sobre cuyas virtudes heroicas o martirio y milagros es constante la común declaración de historiadores dignos de fe [...] – sea honrado en la Iglesia universal con el rezo del oficio y la celebración de la Misa en algún día particular, sin ninguna sentencia formal definitiva, sin ningún proceso jurídico previo, sin haber realizado las habituales ceremonias”.


Esta canonización equivalente de Hildegarda de Bingen ha tenido lugar con la decisión del Papa Benedicto XVI del 10 de mayo de 2012. Ejemplos de “canonizaciones equivalentes” son enumerados por Prospero Lambertini en el capítulo XLI del libro I de su opus magnum. Él cita, por ejemplo, los casos de los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan María de Mata, Felix de Valois, Margarita de Escocia, Esteban de Hungría, Wenceslao de Bohemia, Gregorio VII y Gertrudis la Grande.

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¿Qué nos puede decir de su vida?


Hildegarda de Bingen nació en el 1098 en Bermersheim, en una familia de nobles y ricos terratenientes. A la edad de ocho años fue aceptada en calidad de “oblata” en la clausura femenina vinculada a la abadía benedictina de San Disibodo, donde tomó el velo en torno al 1115, emitiendo su profesión monástica en manos del obispo Otón de Bamberg. En 1136, Hildegarda, ya con treinta y ocho años, fue nombrada “magistra”, orientando su espiritualidad sobre la raíz benedictina del equilibrio espiritual y la moderación ascética.


En torno al 1140 se intensificaron sus experiencias místicas y sus visiones, descritas e interpretadas luego con la ayuda del monje Volmar en el Scivias y en otros de sus escritos. En la incertidumbre inicial sobre el origen y el valor de sus experiencias y visiones, ella se dirigió en busca de consejo, en torno al 1146, a Bernardo de Claraval, de quien recibió plena aprobación, y entre noviembre de 1147 y febrero de 1148, por medio del obispo Enrique de Maguncia y el abad Kuno de San Disibodo, al Papa Eugenio III, entonces en Tréveris, del cual obtuvo prácticamente una confirmación pontificia de sus visiones y escritos.


Luego, ante el aumento numérico de las monjas, debido sobre todo a la gran consideración atribuida a su persona, y en presencia de algunos contrastes con los vecinos monjes benedictinos de San Disibodo, en torno al 1150 fue posible para Hildegarda fundar, también utilizando sus bienes familiares y el apoyo económico de la rica familia von Stade, un monasterio propio en San Ruperto, en la confluencia del río Nahe con el Rin, cerca de Bingen, donde se trasladó junto a veinte monjas, todas de extracción noble. En 1165, tanto a causa del gran número de solicitudes de ingreso como sobre todo para permitir también a las candidatas no nobles acceder a la vida monástica benedictina, Hildegarda fundó en Eibingen, en la orilla opuesta del Rin, un nuevo monasterio, utilizando y reestructurando un viejo edificio, que había pertenecido a los agustinos, e instaló allí una priora para la admistración común. De ambos monasterios, de San Ruperto y de Eibingen, ella era la única abadesa: aún residiendo normalmente en San Ruperto, iba dos veces por semana en barco al monasterio de Eibingen para asegurar a sus dos fundaciones unidad de dirección espiritual, de dirección administrativa y de gobierno.

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¿Qué decir de la santidad de Hildegarda?


En Hildegarda existe una extrema consonancia entre sus enseñanzas y su vida real. Al comienzo de su primera obra, el Scivias, Hildegarda ve el temor de Dios como sumo ideal monástico según la Regla Benedictina. El timor Domini se acompaña por las otras virtudes, particularmente importantes en la vida monástica, como la humildad, la obediencia, la castidad, junto a los pilares de todo creyente, que son la fe, la esperanza y la caridad. Después del timor Domini, está la discretio, la moderación, que no es fruto del esfuerzo humano sino de la acción divina en el hombre: “El hablar discreto consiste en que los monjes, en las principales consultas comunes, se expresen modice ac breviter y que en su convivencia fraterna se dirijan mutuamente palabras que quieren ser comprendidas como expresiones de amor que están orientadas al afecto fraterno”.


Como autora de los escritos sobre sus visiones, como abadesa de la comunidad de hermanas benedictinas, como personalidad destacada en contacto frecuente con los personajes de su tiempo, ella se convirtió cada vez más en un personaje público. Por lo cual todos, hermanas y personas externas, podían verificar la coherencia entre sus palabras y sus comportamientos. Fue esta virtuosidad concreta que impulsó a Teodorico de Echternach a componer la Vita Sanctae Hildegardis, que fue hecha precisamente para hacer conocida la vida ejemplar y santa de Hildegarda. Y en esta biografía aparece su edificante actitud sobre todo en el monasterio, con las virtudes de la caridad hacia todos, de la virginidad, de la humildad, de la modestia, del silencio, de la paciencia. Ella ardía de caridad y de celo. De modo particular practicó la virtud de la humildad, experimentada no sólo en la formas y en los grados del artículo 7 de la Regla Benedictina, sino también en la aceptación devota de la debilidad física y del sufrimiento, que la hicieron capaz de recibir los dones extraordinarios de la gracia. Antes aún que en el exterior, su vida era devota y agradable a Dios en lo escondido del monasterio de San Disibodo, primero, y luego en el propio de San Ruperto. El benedictino Guilberto de Gembloux (1124-1214), en una carta a su amigo Bovo, expresa sus impresiones sobre Hildegarda y sus monjas diciendo, entre otras cosas, que en el monasterio hay tal concentración de virtudes, entre la madre que abraza a sus hijas con tanta caridad y las hijas que se someten a la madre con tanta reverencia, que es difícil discernir si en este celo recíproco es la madre quien supera a las hijas o viceversa.

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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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jueves, 10 de mayo de 2012

Card. Piacenza: “Frente al analfabetismo religioso, ¡enseñar lo que Dios ha dicho!”

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Piacenza

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Frente al actual analfabetismo religioso, la catequesis debe enseñar lo que Dios ha dicho, sin dejarse llevar por las cuestiones metodológicas: es la consigna del Cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, pronunciada en un Congreso sobre la catequesis, según informa esta nota de L’Osservatore Romano, cuya traducción ofrecemos.

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“Iniciación cristiana y nueva evangelización” es el tema del Congreso internacional sobre la catequesis promovido por el Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, inaugurado en la mañana del martes 8 de mayo, en la Domus Mariae de Roma, con la Misa celebrada por el Cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero.


“La primera lectura, que hemos escuchado de los Hechos de los Apóstoles – dijo el purpurado en la homilía – lleva en sí las palabras con las cuales el Santo Padre Benedicto XVI ha querido titular la Carta con la que convoca el Año de la Fe, por el 50º aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y por el 20º aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católoca, instrumento indispensable para la correcta hermenéutica de los textos conciliares”.


En el texto, de hecho, leemos que los Apóstoles “reunieron a la Iglesia y refirieron todo lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos”. Qué significa este abrir la puerta de la fe a los hombres de todo tiempo y lugar, lo explicó claramente el Cardenal: “¡Es tarea, sobre todo, de Dios mismo! Si perdemos de vista este «primado» de la Obra de Dios, cualquier esfuerzo nuestro estará destinado a no producir los frutos esperados. Es Dios quien abre la puerta de la fe a nuestros hermanos y lo hace, sobre todo, a través de su Hijo unigénito. Él es la «puerta de las ovejas», camino universal y único de salvación para todos los hombres”.


La imagen de la “puerta” es particularmente “eficaz porque habla de un «entrar» en una nueva dimensión, en una realidad que el hombre no puede darse a sí mismo, sino que es completamente don de Dios”. Sin embargo, ha puesto en evidencia el purpurado, esta realidad de don, que es “Dios mismo, pide el movimiento de nuestra libertad, pide que el umbral de la «puerta», abierta por Dios, sea atravesado por cada uno de nosotros”. He aquí por qué “la salvación, universalmente ofrecida, no puede de ningún modo ser eficaz sin el concurso de la libertad creada, que, sostenida por la Gracia, «da el paso» y cruza la vpuerta de la fe»”. De aquí nace la grandísima tarea de la catequesis de la iniciación cristiana, sobre todo en el horizonte de la nueva evangelización, que es, entonces, por lo menos doble.


“Por un lado, la catequesis – ha dicho – debe colaborar con el Señor en «abrir la puerta de la fe», mostrando, de modo profundamente razonable y humanamente, incluso afectivamente, percibible, la gran posibilidad de vida, de significado y de realización que Dios ofrece a los hombres”. De hecho, añadió el purpurado, “si no volvemos a hacer emerger toda la racionalidad, el atractivo e incluso la «conveniencia humana» del cristianismo, si no emerge toda la luz que proviene de la «puerta de la fe», muy difícilmente la perspetiva cristiana podrá resultar fascinante”. Por otro lado – agregó –, “la catequesis está llamada a sostener la inteligencia de la fe, a traves del conocimiento de la Revelación, tanto en sus aspectos racionales como en aquellos más tipícamente doctrinales, que son su traducción histórica”.


Una referencia, luego, al concilio Vaticano II: “debemos reconocer cómo la misma vida moral, tanto dentro como fuera de la Iglesia, ha sido terriblemente debilitada por una insuficiente catequesis, por una formación incapaz, tal vez, de dar las razones de las exigencias del Evangelio y de mostrar, en la experiencia existencial concreta, cómo éstas son extraordinariamente humanizantes. ¡Todo esto, ciertamente, no por culpa del Concilio!”.


Por esa razón, la catequesis es siempre también una narratio. En el texto citado encontramos que los los Apóstoles “refirieron todo lo que Dios había hecho”. En él se contiene, “en pocas palabras, toda la obra de una catequesis que no es sólo transmisión de verdades doctrinales, sino que se convierte también en posibilidad de participación en el mismo Evento de la fe, en el mismo Evento-Cristo”. “La dimensión doctrinal, sin embargo – subrayó -, bien lejos de ser secundaria, representa el modo concreto de la narratio, la cual de otra manera correría el riesgo de volverse arbitraria y subjetiva y, por eso, ya no creíble. Como ha recordado el Santo Padre en la homilía de la santa Misa Crismal, estamos frente a «un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente»”. La catequesis, concluyó el cardenal -, sobre todo la de iniciación cristiana, tiene esta gran tarea: “¡Vencer el analfabetismo religioso, enseñando «qué nos ha dicho Dios»!”. ¡Y sin dejarse paralizar por las interminables cuestiones metodológicas! Los problemas metodológicos, queridos amigos, son superados por los santos que, con su sencillez y vida, son la catequesis viviente más eficaz que Dios mismo ofrece a su pueblo”.


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Fuente:
Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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lunes, 7 de mayo de 2012

Magdi Cristiano Allam: “Si Italia abraza el Islam, la culpa es de la Iglesia”

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Presentamos nuestra traducción de este artículo del periodista Magdi Cristiano Allam, converso del Islam bautizado por el Papa Benedicto XVI en la Vigilia Pascual del año 2008.

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¿Sabíais que son cerca de 70.000 los musulmanes con ciudadanía italiana? ¿Sabíais que, en total, los musulmanes en Italia son cerca de 1.538.000, lo que equivale al 2,7 % de la población? ¿Sabíais que el Islam es ya la segunda religión de Italia inmediatamente después del cristianismo? ¿Sabíais que, en promedio, en Italia nace un lugar de culto islámico cada cuatro días? ¿Sabíais que ya hay terroristas islámicos activos con ciudadanía italiana empeñados en la Jihad, la guerra santa, contra los judíos, los cristianos, los infieles y los apóstatas? Bien, si no lo sabíais es ciertamente una grave deficiencia. Pero todavía más grave es el reconocimiento de que todo esto ocurre con la explícita connivencia de la Iglesia, expresada tanto por las posiciones oficiales y las iniciativas del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, como por el comportamiento y las afirmaciones del clero, desde algunos cardenales hasta una serie de párrocos “islámicamente correctos”.


La reflexión se nos impone por las recientes declaraciones de Ezzedine Elzir, presidente de Ucoii (Unión de las Comunidades y de las Asociaciones Islámicas en Italia), expresadas a Klaus Davi, en las cuales afirma que en Italia hay “70.000 que han retornado al Islam”. ¿Por qué “retornados” y no “convertidos”? Nos explica Elzir: “Nosotros preferimos usar la palabra retorno porque es un redescubrimiento de la verdadera fe”. Quiere decir que, para los musulmanes, el Islam no es una religión “diversa” del judaísmo y del cristianismo, a la que por tanto se adhiere convirtiéndose, como ocurre en cualquier otra religión, sino que es una religión “superior” al judaísmo y al cristianismo, la única religión verdadera, el cumplimiento de la revelación y el sello de la profecía, en un contexto donde se considera que todas las personas nacen musulmanas aún si profesan una fe diversa, tienen dentro de sí el Islam aún si lo ignoran, que por lo tanto la adhesión al Islam en un “retorno” redescubriendo “la verdadera fe”.


“Cada día llegan a nuestras mezquitas no musulmanes que quieren conocer el Islam, varios de ellos lo abrazan”, añade Elzir, porque “cuando hay una crisis de valores y económica, una persona vuelve a descubrir sus raíces, su espiritualidad”, inequívocamente coincidente con el Islam. ¿Cómo es posible que en Italia, la cuna del catolicismo, tierra cristiana que acoge en su seno la Iglesia de los Papas, vicarios de Cristo, se haya llegado al punto de hacer coincidir la “espiritualidad” con el Islam? Y la respuesta se llama “relativismo religioso”. El mismo Benedicto XVI ha identificado varias veces en la “dictadura del relativismo” el mal profundo que debe combatirse porque nos impone, al dejar de lado la razón, considerar que todas las religiones, las culturas y los valores son iguales, independientemente de sus contenidos. El testimonio elocuente del relativismo religioso reside en la letanía de las “tres grandes religiones monoteístas reveladas, abramíticas, del Libro” que rezarían al mismo dios. Así como el relativismo está presente en el comportamiento del clero que imagina que para amar a los musulmanes como personas se deba incondicionadamente aceptar su religión legitimando el Islam, prescindiendo del hecho de que es incompatible con los valores no negociables de la sacralidad de la vida, de la igual dignidad entre hombre y mujer, de la libertad de opción religiosa.


¡Despertémonos! ¡El Islam está ya dentro de nuestra casa! ¡Son los mismos italianos quienes promueven la conquista islámica, incluidos los cardenales y los párrocos que se prodigan por la difusión de las mezquitas! ¡Liberémonos de la dictadura del relativismo! ¡Detengamos la invasión islámica! ¡Basta de mezquitas! ¡Redescubramos nuestra alma, recuperemos el uso de la razón, volvamos a amarnos antes de perder del todo la posibilidad de ser nosotros mismos en nuestra casa!


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Fuente: Il Giornale


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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jueves, 3 de mayo de 2012

“Hay que plantear el desafío de buscar lo que es digno”

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Presentamos nuestra traducción de unos “principios” sobre la música sacra, formulados de modo brillante por el entonces cardenal Ratzinger en uno de sus escritos, que ha sido incluido en el volumen dedicado a la Liturgia de su Opera Omnia.

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1. La liturgia existe para todos. Ella debe ser “católica”, es decir, comunicable a todos los creyentes sin distinción de lugar, de proveniencia, de formación. Debe, por lo tanto, ser “sencilla”. Pero algo sencillo no es idéntico a algo barato. Existe la sencillez de lo banal y existe la sencillez que es expresión de madurez. En la Iglesia sólo interesa esta última, la verdadera sencillez. El esfuerzo supremo del espíritu, la suprema purificación, la suprema madurez, generan la sencillez. La exigencia de lo sencillo, mirándolo bien, es idéntica a la exigencia de lo puro y lo maduro, que ciertamente se pueden tener a muchos niveles, pero nunca a través del camino de la pobreza psíquica.


2. Catolicidad no quiere decir uniformidad. El relieve dado en la Constitución litúrgica del Vaticano II a la particular función de la iglesia catedral, no carece de motivaciones. La catedral puede y debe representar la solemnidad y la belleza del culto de manera más exigente que lo que pueda hacerlo normalmente la iglesia parroquial, y también aquí la involucración del arte tendrá, según la ocasión y las circunstancias, niveles diversos. No es que cada uno deba ser todo, sólo todos juntos constituyen la totalidad. Extrañamente, el pluralismo post-conciliar se ha revelado, al menos en un punto, uniformante: ya no quiere permitir una cierta elevación de expresión. Frente a esto se necesita, en la unidad de la liturgia católica, hacer nuevamente justicia a la diversidad de las posibilidades.


3. Una de las palabras clave de la reforma litúrgica conciliar ha sido, con justa razón, la “participatio actuosa”, la participación activa del entero “pueblo de Dios” en la liturgia. Pero este concepto, después del Concilio, ha estado sujeto a una restricción fatal. Surgió la impresión de que hubiese participación activa sólo allí donde hubiese una actividad exterior verificable: discursos, cantos, prédicas, asistencia litúrgica. Los artículos 28 y 30 de la Constitución litúrgica, que definen la participación activa, pueden haber favorecido restricciones de este estilo, al concentrarse ampliamente en acciones exteriores. De todos modos, también el silencio es mencionado allí como una forma de participación activa. En relación con esto, habrá que preguntarse: ¿debe ser calificado como actividad solamente el hablar y no también el escuchar, el acoger con los sentidos y con el espíritu, el co-participar espiritualmente? ¿No es, tal vez, también algo activo el percibir, el acoger, el conmoverse? ¿No se trata aquí, en definitiva, de una restricción del hombre, que es reducido a lo que expresa verbalmente, si bien hoy sabemos que lo que emerge a la superficie de modo racionalmente consciente es sólo la punta del iceberg en comparación con la totalidad del hombre? Seamos más concretos: es un dato de hecho que existen no pocas personas que saben mejor cantar “con el corazón” que “con la boca”, pero a las cuales el canto de aquellos que tienen el don de cantar también con la boca, puede realmente hacerles cantar el corazón de modo que, por así decir, en ellos cantan también personalmente y la escucha se convierte, junto con el canto de los cantores, en una única alabanza a Dios. ¿Es, de hecho, absolutamente necesario obligar a algunos a cantar en un modo en que no son capaces y así enmudecer el corazón a ellos y a los otros? Esto no dice nada contra el canto del entero pueblo creyente, que tiene su irrevocable función en la Iglesia, pero dice todo contra una exclusividad que no puede ser justificada ni por la tradición ni por ella misma.


4. Una Iglesia que ejecute sólo “música de moda” se abandona a lo inútil y se vuelve ella misma inútil. A ella han sido confiadas incumbencias más elevadas. Tiene la tarea – como ha sido dicho del templo veterotestamentario – de ser lugar de la “gloria” y así ciertamente también el lugar en que se lleva el lamento de la humanidad a los oídos de Dios. La Iglesia no debe contentarse con lo que resulta útil a la comunidad; ella debe despertar la voz del cosmos y, al glorificar al Creador, tomar del cosmos su magnificencia, hacerlo espléndido y de este modo bello, habitable, amable. El arte que la Iglesia ha creado es, junto con los santos que en ella han crecido, la única “apología” verdadera que ella puede exhibir para su historia. Es la magnificencia surgida por obra suya la que sirve de garante al Señor, y no los astutos subterfugios que la teología encuentra para los aspectos terribles que lamentablemente abundan en tal historia. Si la Iglesia debe transformar, mejorar, “humanizar” el mundo, ¿cómo puede hacerlo y, al mismo tiempo, renunciar a la belleza, que está estrechamente vinculada con el amor y constituye la verdadera consolación, el máximo acercamiento posible al mundo de la Resurrección? La Iglesia debe permanecer exigente; debe ser el lugar en que la belleza es algo familiar, debe conducir la lucha por la “espiritualización”, sin la cual el mundo se convierte en un “primer círculo del infierno”. Por eso la pregunta sobre lo que es “apto” debe ser siempre también la pregunta sobre lo que es “digno” y plantear el desafío de buscar aquello que es “digno”.


5. La Constitución litúrgica contiene la disposición de conceder “el debido reconocimiento” a la tradición musical de “algunas regiones, especialmente en las Misiones”, más aún donde tal tradición “tiene gran importancia en su vida religiosa y social”. Esto corresponde a la idea de catolicidad del Concilio, la cual no sólo no quiere ver destruido, sino sanado, elevado y perfeccionado “todo elemento de bien presente en el corazón y en la mente de los hombres o en los usos y culturas particulares de los pueblos”. Estas afirmaciones han sido acogidas justamente con satisfacción en la teología y en la pastoral, aún si a veces no se ha prestado suficiente atención al hecho de que con esto no ha sido dispensado el esfuerzo de la “purificación”. Impresiona de modo singular, sin embargo, que, en la justa alegría por la apertura hacia culturas extranjeras, parece que no raramente se ha olvidado que también los países de Europa tienen para exhibir una tradición musical, que “tiene gran importancia en su vida religiosa y social”, más aún, que aquí existe una música que se ha desarrollado precisamente desde el corazón de la Iglesia y de su fe. Ciertamente no se puede definir esta gran música sacra de Europa como música de la Iglesia en general, y ciertamente no se puede, en razón de su grandeza, querer declarar concluida la historia; esto no es posible, así como no se pueden declarar sencillamente doctrina de la Iglesia o forma definitiva de la teología en general las grandes formas de la teología latina. Pero es igualmente claro que tal riqueza, que se ha desarrollado de la fe, y sin embargo, constituye una riqueza de toda la humanidad, no debe ser perdida por la Iglesia. ¿O se debería decir, tal vez, que el respeto y un “lugar conveniente” en la liturgia (cfr. art. 119) deberían corresponder solamente a las tradiciones no cristianas? A una lógica tan absurda se opone afortunadamente el mismo Concilio, que exige que “se conserve y se incremente con gran cuidado el patrimonio de la música sagrada” (SC 114). Pero lo que esta música es se puede realmente custodiar y cuidar sólo si ella continúa siendo oración resonante, acto de glorificación, si resuena allí donde ha nacido: en el culto de la santa Iglesia.


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La Buhardilla de Jerónimo

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