lunes, 3 de septiembre de 2012

Martini, Ratzinger y el vínculo entre dos hombres de Iglesia

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Martini

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Tras el fallecimiento del Cardenal Carlo Maria Martini, Arzobispo emérito de Milán, se han multiplicado las valoraciones, positivas y negativas, sobre la figura del purpurado difunto, así como también sobre su relación con el actual Pontífice. En estos últimos años, de hecho, por parte de Benedicto XVI ha habido muchas muestras de estima a la persona y la obra del Cardenal Martini. Si bien podría parecer que no ha sido igual por parte del antiguo arzobispo ambrosiano, presentamos nuestra traducción de un interesante y revelador texto que, en 1997, el cardenal Martini escribió sobre el entonces cardenal Joseph Ratzinger.

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Mi primer conocimiento de la obra del cardenal Joseph Ratzinger se remonta al final de los años sesenta. Eran años de grandes turbulencias espirituales y culturales. Me encontraba de retiro en una casa espiritual en la Selva Negra y trataba de preparar una conversación que debía tener en Italia con un grupo de sacerdotes. Me esperaba, como era usual en aquel tiempo, muchas preguntas, contestaciones, dificultades. Estaba buscando un libro que me ayudase a plantear las ideas de modo claro y sereno. Fue así que llegó a mis manos el texto alemán de la “Introducción al Cristianismo” de Joseph Ratzinger, editada poco antes (1968).


Recuerdo todavía hoy el gusto con que leí aquellas páginas. Me ayudaban a aclarar las ideas, a pacificar el corazón, a salir de la confusión. Sentía que venían de alguien que había meditado mucho sobre el mensaje cristiano y lo exponía con sabiduría y dulzura. Conservo todavía hoy aquellos apuntes. Fue en particular de aquella lectura que retuve el tema del “quizás sea verdad” con que se interroga el incrédulo, y que me guió luego para realizar la “Cátedra de los no creyentes”.


En aquella década había tenido otra ocasión de encontrarme, esta vez de manera más personal, con el entonces profesor Ratzinger. Me encontraba en Münster para una investigación sobre crítica textual, y participaba de vez en cuando en algunas otras lecciones en la Universidad. Fue así que, en vísperas de la fiesta del Corpus Domini, fui a escuchar una lección del profesor Ratzinger. Tenía como tema precisamente la Eucaristía y la adoración eucarística, e hizo referencias a la gran procesión ciudadana que realizaría al día siguiente. Me impresionó la pertinencia, la delicadeza, la claridad y el coraje de sus afirmaciones. Tenía frente a mí a un gran catedrático que no tenía miedo de hacer referencias a la vida concreta y a los eventos de una Iglesia local.


Un tercer momento de conocimiento más directo fue durante el Sínodo sobre la familia de 1980, del cual Ratzinger fue relator. Por un mes entero pude observarlo en el aula sinodal, ver con cuánta atención escuchaba los discursos que se hacían y con cuánta pertinencia intervenía y respondía. Me impresionó el hecho de que, en un momento particularmente delicado de los trabajos sinodales, confesó con sencillez que, habiendo trabajado hasta tarde en la noche, no había logrado, de hecho, terminar el texto que se esperaba, y por eso necesitaba retrasar su intervención. No sabía si admirar más su sabiduría o su sinceridad. Había sido muy prudente en no apresurar las conclusiones sobre un problema difícil y, al mismo tiempo, había tenido el coraje de reconocer que el grupo de trabajo no había logrado todavía terminar su tarea.


Cuando se convirtió en Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tuve ocasiones más frecuentes tanto de leer sus escritos como de frecuentarlo en las sesiones ordinarias de la Congregación.


De este modo pude admirar más a este hermano en el episcopado que lleva a cabo un servicio doctrinal y pastoral de gran relieve junto al Sucesor de Pedro. Él está comprometido en servir al ministerio de unidad en la Iglesia universal en el área doctrinal. Una tarea difícil, porque es necesario, por un lado, aceptar y acoger la multiplicidad de las contribuciones en campo doctrinal que provienen de las diversas áreas del pensamiento y de la cultura: no se trata, de hecho, de reconducir todo a un pensamiento uniforme, sino de valorizar las diversidades. Por otra, es necesario defender la fe de sus falsificaciones y poner en guardia frente a los peligros.


Se trata de una tarea ardua y difícil, a la cual sólo se puede responder con la reflexión, la oración, la paciencia y la escucha. Es necesario aceptar también dar tiempo al tiempo. Hay cosas poco claras que se aclararán, hay intenciones recónditas que saldrán a la luz. La Iglesia confía en la fuerza del Espíritu Santo que sostiene a los pastores y guía el sentido de fe de los fieles.


El cardenal Ratzinger ha aplicado, como prefecto, el cambio realizado en la tarea de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de un rol meramente defensivo a un rol más propositivo, querido por las normas de Pablo VI en 1965. Se encuentra así frente a grandes desafíos: ¿cómo articular pluralismo y unidad en la fe? ¿Cómo garantizar la promoción de la inculturación del mensaje y, al mismo tiempo, la comunión y la comunicación entre los lenguajes en que el mismo se expresa? ¿Cuál es el límite entre las exigencias de la custodia del “depositum” y las del estímulo y promoción, con el fin de hacer al anuncio perceptible en los diversos horizontes hermenéuticos? ¿Cómo ayudar a los teólogos sin darles la impresión de sentirse bajo tutela o censura?


Me parece que la posición del Cardenal Joseph Ratzinger frente al problema de nuestra época depende, en primer lugar, de su fe y su rectitud; en segundo lugar, de su experiencia teológica y de su extraordinaria capacidad dialéctica; y finalmente, también, como para cada uno de nosotros, de su biografía. Él ha experimentado, en las universidades teológicas alemanas de los años sesenta y comienzo de los años setenta, las consecuencias de actitudes demasiado desenvueltas y fáciles, en particular de los estudiantes, hacia las riquezas de la tradición. Ha sentido personalmente la dureza de una contestación que partía de premisas incluso válidas, como la reconducción del cristianismo a su primitiva sencillez y pobreza y la preocupación por la justicia, pero que corría el riesgo de dejarse enredar, por una parte, por la política, y por otra por un olvido y casi un resentimiento hacia el camino de la gran tradición y hacia su sabiduría.


Son las preocupaciones que he leído con interés y con atención crítica sobre todo en sus libros, digamos así, “de batalla” o “de misión”, derivados de prédicas o de entrevistas, donde expresa con calor sus convicciones más allá de los complicados revestimientos del lenguaje científico. Me refiero, en particular, al conocidísimo libro “Informe sobre la fe”, salido en la primera mitad de los años ochenta. Recuerdo bien que tuve ocasión de reflexionar sobre él en particular durante un viaje a África, repensando en los diversos modos de anunciar el Evangelio en las diversas culturas y reflexionando, en el panorama de un curso de ejercicios espirituales que predicaba a los misioneros, sobre los modos de hablar de Dios hoy, confrontados con el lenguaje parabólico de Jesús.


El tema de la diversidad de los lenguajes y de su relación recíproca atraviesa, de hecho, toda la historia de la Iglesia y requiere una continua atención para valorar, en los casos difíciles, la continuidad de la única tradición. El camino de la Iglesia a lo largo de los siglos ha estado siempre atravesado por agitaciones doctrinales, por convulsiones y, al mismo tiempo, por aperturas fecundas, por impulsos y por horizontes nuevos. Cada uno de nosotros trata de entender y discernir para distinguir lo verdadero de lo falso, el oro de las escorias, y servir así a la verdad con lo mejor de las propias fuerzas y de la propia inteligencia, confiándose finalmente al misterio de Dios, que es siempre más grande que nuestro corazón y nuestra capacidad de expresarlo.


En este contexto, la pasión por la verdad que Joseph Ratzinger ha testimoniado coherentemente en todos estos años debe entenderse como respuesta al “pensamiento débil” de la post-modernidad. Es significativa la estima de la que goza Joseph Ratzinger también entre hombres de cultura no creyentes. Al mismo tiempo, no se puede esperar que una obra tan delicada reciba fácilmente el aplauso de todos ni que sean evitados casos dolorosos. Ha habido siempre casos difíciles en la historia de la Iglesia, y algunas veces el juicio posterior ha mostrado que tal vez se habría podido proceder de otra manera. Pero el juicio posterior queda para la posteridad, mientras que los contemporáneos deben actuar cada uno con la mayor buena conciencia y competencia posible. En estas cosas Joseph Ratzinger nos sirve de modelo y estímulo.

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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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