domingo, 9 de noviembre de 2008

Un paseo al Paraíso (Parte II)

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 juan bosco2

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SEGUNDA PARTE


En la noche del 8 de abril Don Bosco se presentó ante los jóvenes que estaban deseosos de oír la continuación del relato. Antes de comenzar dio algunos avisos disciplinares. El siervo de Dios se dio cuenta de la impaciencia de los jóvenes y echando una mirada a su alrededor, prosiguió después de una breve pausa con aspecto sonriente.

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¡Recordarán que había un gran lago que llenar de sangre, al fondo del valle, próximo al primer lago! Después de haber contemplado las varias escenas anteriormente descritas y de recorrer la altiplanicie de que les hablé, nos encontramos ante un paso libre por el que podemos proseguir nuestro camino.

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Proseguimos, pues, adelante yo y mis jóvenes a través de un valle que nos llevó a una gran plaza. Penetramos en ella; la entrada de dicha plaza era ancha y espaciosa, pero después se iba estrechando cada vez más, de forma que al fondo, cerca ya de la montaña, terminaba en un sendero abierto entre dos rocas por el que apenas si podía pasar un hombre de una vez. La plaza estaba llena de gente alegre que despreocupadamente se divertía, dirigiéndose al mismo tiempo al sendero que llevaba a la montaña. Nosotros nos preguntábamos unos a otros:


—¿Será este el camino que conduce al Paraíso?

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Entretanto, los que se encontraban en aquel lugar se dirigían uno tras otro con la idea de pasar por aquella angostura, y para conseguirlo tenían que recogerse bien las ropas, encoger los miembros cuanto podían e incluso abandonar el equipaje o cuanto llevaban consigo. Esto me dio a entender que en realidad, aquel era el camino del Paraíso, puesto que para ir al cielo no basta solamente estar libre de pecado, sino también de todo pensamiento, de todo afecto terrenal, según el dicho del Apóstol: Nihil coinquinatum intrabit in eo.

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Nosotros estuvimos observando a los que pasaban por espacio como de una hora. Pero ¡cuan necio fui! En vez de intentar el paso de aquel sendero, preferimos volver atrás para ver lo que había al otro lado de la plaza. Habíamos divisado otra muchedumbre de gente en aquel lugar y deseábamos saber qué era lo que hacían. Atravesamos, pues, por un camino muy ancho y cuyo fin no podía ser apreciado por el ojo humano. Allí contemplamos un extraño espectáculo. Vimos a numerosos hombres y también a bastantes de nuestros jóvenes uncidos con animales de diversas especies. Algunos estaban aparejados con bueyes. Yo pensaba:


—¿Qué querrá decir esto?

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Entonces recordé que el buey es el símbolo de la pereza y deduje que aquellos jóvenes eran los perezosos. Los conocía a todos: eran los lentos, los flojos en el cumplimiento de sus deberes. Y al verlos me decía a mí mismo:


—Sí, sí; les está muy bien empleado. No quieren hacer nada y ahora tienen que soportar la compañía de ese animal. Vi a otros uncidos con asnos. Eran los testarudos. Así aparejados tenían que soportar pesadas cargas o pacer en compañía de aquellos animales. Eran los que no hacían caso de los consejos, ni de las órdenes de los superiores. Vi a otros uncidos con mulos y con caballos y recordé lo que dice el Señor: Factus est sicut equus et mulus quibus non est intelectus. Eran los que no quieren pensar nunca en las cosas del alma: los desgraciados sin seso. Vi a otros que pacían en compañía de los puercos: se revolcaban en las inmundicias y en el fango como esos animales y como ellos hozaban en el cieno. Eran los que se alimentan solamente de cosas terrenas; los que viven entregados a las bajas pasiones; los que están alejados del Padre Celestial. ¡Oh lamentable espectáculo! Entonces me recordé de lo que dice el Evangelio del Hijo pródigo: que quedó reducido al más miserable de los estados luxuriose vivendo. Vi después muchísima gente y a numerosos jóvenes en compañía de gatos, de perros, gallos, conejos, etc., etc.; o sea, a los ladrones, a los escandalosos, a los soberbios, a los tímidos por respeto humano, y así sucesivamente. Al contemplar esta variedad de escenas, nos dimos cuenta de que el gran valle representaba el mundo. Observé detenidamente a cada uno de aquellos jóvenes y desde allí nos dirigimos a otro lugar también muy espacioso, que formaba parte de la inmensa llanura.

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El terreno ofrecía un poco de pendiente, de forma que caminábamos casi sin darnos cuenta. A cierta distancia vimos que el paraje tomaba el aspecto de un jardín y nos dijimos:


—¿Vamos a ver qué es aquello?

—¡Vamos!, —exclamaron todos—.


Y comenzamos a encontrar hermosísimas rosas encarnadas.

—¡Oh, qué bellas rosas! ¡Oh, qué bellas rosas!, —gritaban los jóvenes mientras corrían a cogerlas—.


Pero, apenas las tuvieron en sus manos, se dieron cuenta de que despedían un olor desagradable en extremo. Los muchachos no pudieron disimular su desagrado. Vimos también numerosísimas violetas, en apariencia lozanas, y que creímos despedirían agradable fragancia; pero cuando nos acercamos a cogerlas para formar algunos ramilletes, nos dimos cuenta de que sus tallos estaban marchitos y que despedían un olor hediondo. Proseguimos siempre adelante y he aquí que nos encontramos en unos encantadores bosquecillos cubiertos de árboles tan cargados de frutos que era un placer el contemplarlos. En especial, los manzanos, ¡qué deliciosa apariencia tenían! Un joven corrió inmediatamente y cortó de una rama una hermosa fruta de apariencia fragante y madura, mas apenas le hubo clavado los dientes, la arrojó indignado lejos de sí. Estaba llena de tierra y de arena y al gustarla sintió deseos de vomitar.


—Pero ¿qué es esto?, —nos preguntamos—.

Uno de nuestros jóvenes, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo:


—Esto significa la belleza y la bondad aparente del mundo. ¡Todo en él es insípido, engañoso!

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Mientras estábamos pensando adonde nos conduciría nuestro sendero, nos dimos cuenta de que el camino que llevábamos descendía casi insensiblemente. Entonces, un jovencito observó:


—Por aquí vamos bajando cada vez más; me parece que no vamos bien.

—Ya veremos, —le respondí—.


Y seguidamente apareció una muchedumbre incalculable que corría por aquel mismo camino que llevábamos nosotros. Unos iban en coche, otros a caballo, otros a pie. Quiénes saltaban, brincaban, cantaban y danzaban al son de la música y al compás de los tambores. El ruido y la algarabía eran ensordecedores.

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—Vamos a detenernos un poco —nos dijimos— y observemos a esta gente antes de proseguir en su compañía. Entonces un joven descubrió en medio de aquella multitud a algunos que parecían dirigir a cada una de las comparsas. Eran individuos de agradable apariencia, vestidos de una manera elegante, pero por debajo del sombrero asomaban los cuernos. Aquella llanura, pues, era el mundo pervertido dirigido por el maligno. Est vía quae videtur recta, et novissima ejus ducunt ad morten. De pronto UNO dijo:


—Mirad cómo los hombres van a parar al infierno casi sin darse cuenta. Después de haber contemplado esto y de oír estas palabras, llamé a los jóvenes que iban delante de mí, los cuales vinieron a mi encuentro corriendo y gritando:


—¡Nosotros no queremos seguir por ahí!

Y seguidamente volvieron precipitadamente hacia atrás deshaciendo el camino recorrido y dejándome solo.


—Sí, tenéis razón —les dije cuando me uní a ellos—; huyamos pronto de aquí; volvamos atrás, de otra manera, sin darnos cuenta, iremos también nosotros a parar al infierno. Quisimos, pues, volver a la plaza de la que habíamos partido y seguir el sendero que nos conduciría a la montaña del Paraíso; pero cual no sería nuestra sorpresa cuando, tras un largo caminar, nos encontramos en un prado. Nos volvimos a una y otra parte sin lograr orientarnos. Algunos decían:


—Hemos equivocado el camino.

Otros gritaban:

—No; no nos hemos equivocado: el camino es este.

Mientras los jóvenes discutían entre sí y cada uno quería mantener el propio parecer, yo me desperté.

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Esta es la segunda parte del sueño correspondiente a la segunda noche. Más, antes que se retiren, escuchen. No quiero que den importancia a mi sueño, pero recordad que los placeres que conducen a la perdición no son más que aparentes; sólo ofrecen una belleza exterior. Estén en guardia contra aquellos vicios que nos hacen semejantes a los animales, hasta el punto de emparejarnos con ellos; especialmente ¡cuidado con ciertos pecados que nos asemejan a los animales inmundos! ¡Oh, cuan deshonroso es para una criatura racional, tener que ser comparada a los bueyes y a los asnos! ¡Cuan abominable es para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios y constituido heredero del Paraíso, revolcarse en el fango como los cerdos al cometer aquellos pecados que la Escritura señala al decir: Luxuriose vivendo.

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Solamente les he contado las circunstancias principales del sueño y de forma resumida; pues, si se los hubiese expuesto tal y como fue, hubiera sido demasiado largo. Igualmente, ayer por la noche solamente les hice un resumen de cuanto vi. Mañana les contaré la tercera parte.


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Fuente: “Los sueños de Don Bosco”

Central Catequística Salesiana, 1958.


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