martes, 2 de septiembre de 2008

Una residencia con historia

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PioXII

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Cuando Europa disfruta de sus últimas semanas de verano, publicamos la traducción de gran parte de una entrevista al Doctor Saverio Petrillo, Director de las Villas Pontificias de Castel Gandolfo, residencia veraniega de los Papas. En la misma, publicada hace algunos días por L’Osservatore Romano, Petrillo habla de las experiencias compartidas con los últimos Papas, desde Pío XII hasta Benedicto XVI. Ofrece, además, otro dato acerca de la gran acción del Papa Pacelli durante la segunda guerra mundial.

Agradecemos a Rodolfo Vargas Rubio, presidente del Sodalitium Internationale Pastor Angelicus, habernos señalado la existencia de esta colorida entrevista.

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¿Cuándo inicia su aventura en este mundo tan singular?


Entré por primera vez en las Villas Pontificias hace exactamente cincuenta años. Era junio de 1958. Debo decir que el inicio no fue de los mejores. El 9 de octubre moría Pío XII. Fue un evento que me entristeció muchísimo y que aún tengo grabado en la mente. Antes de entrar a este mundo, pensaba que el Papa estaba siempre rodeado de un gran grupo de personas, prontas a responder a cada uno de sus deseos. Cuando entendí que Pío XII estaba muriendo me di cuenta, en cambio, de cuán solo estaba. No había nadie. También porque faltaba el Secretario de Estado y faltaba el Camarlengo, que fue elegido enseguida por los cardenales durante la sede vacante. Con estupor vi que los restos mortales de aquel gran Pontífice eran tratados de manera descuidada. El médico del Papa, Ricardo Galeazzi Lisi, hizo una suerte de embalsamamiento, usando sólo algunos ungüentos. El cuerpo fue provisoriamente colocado en la Sala de los Suizos. Recién el día siguiente, antes de la exposición al público, fue revestido con las vestiduras pontificales. Esto me hizo realmente mal. Me consoló la gran multitud de personas que, en el día de la exposición del cuerpo, pasó delante del féretro. Recuerdo que fue una manifestación popular espléndida. Muchísimos volvían por segunda vez al palacio. Como es sabido, Pío XII abrió las puertas de las Villas para dar refugio a cuantos intentaban escapar de los alemanes en los días del desembarco de los aliados en Anzio. Había también muchas madres a las cuales el Papa había cedido la propia habitación porque estaban embarazadas. En esa habitación nacieron cincuenta niños. Muchísimos, hoy hombres hechos, se llaman precisamente Eugenio o Pío. Con dos de ellos, gemelos, también hay una graciosa anécdota. La mujer que se encargó de ellos apenas nacieron quitó, sin darse cuenta, los brazaletes con los nombres dados durante el bautismo. Por consiguiente, se hacía imposible distinguirlos. Fue la madre quien, en cierto sentido, los rebautizó al establecer por su cuenta quién sería llamado Eugenio y quién Pío.

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¿Y de Juan XXIII qué recuerda en particular?


Ha sido un período que definiría innovador. El Papa Juan, cada tanto, desaparecía. Salía por una de las puertas de las Villas sin avisar a nadie y sin acompañantes. Se iba por ahí, alrededor de los Castillos, entre la gente. Un domingo a la mañana nos llegó una llamada telefónica que indicaba la presencia del Papa en Anzio. Puede imaginar cuál fue nuestra sorpresa, ya que creíamos que estaba en su habitación. Más tarde, una voz emocionada nos anunciaba su presencia en Nettuno. Sucesivamente, nos advirtieron que el Papa había sido visto en el lago. Imagine los momentos que vivimos aquella mañana. Él reingresó tranquilamente a tiempo para guiar la oración del Angelus desde el balcón del Palacio. Otra vez, en Genazzano corrió el riesgo de quedar aplastado por el afecto de la multitud que lo había reconocido. Y le hubiera ido mal si no fuera por la presencia casual de un capitán de los Carabineros que lo condujo al automóvil para regresar a las Villas. Pero, para él, era como si nada hubiera pasado. Nunca renunció al contacto con la gente.

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Luego viene la época de Pablo VI…


Del Papa Montini tengo un recuerdo particular. La semana anterior al cónclave que lo eligió, el Cardenal Arzobispo de Milán fue hospedado aquí por su viejo amigo, entonces director de las Villas, Emilio Bonomelli. Se refugió aquí para esconderse de tantos periodistas que lo asediaban porque se hablaba de él como próximo Papa. Recuerdo perfectamente aquella mañana del 19 de junio de 1963 cuando partió para la Misa de apertura del cónclave. Nosotros estábamos todos formados delante de la puerta para saludarlo. El portero, que tenía cierta confianza con él, lo saludó diciéndole: “Santo Padre, ¡muchas felicitaciones!”. Bonomelli incineró con la mirada a aquel buen hombre: ¡Guay de hacer un saludo similar a un Cardenal que entra en cónclave! Pero cuando Montini volvió, era Papa. De él recuerdo la gran reserva. Cuando venía, transcurría la primera semana dedicándose a un personalísimo retiro espiritual. Rezaba y basta. Luego, retomaba su actividad normal. Con conmoción recuerdo la fiesta de la Asunción de 1977 cuando el Papa inauguró la iglesia de la Madonna del Lago. En aquella ocasión, al final de la homilía, el Papa dijo: “Tal vez no tenga nunca más la posibilidad de pasar esta bella fiesta con vosotros. Aprovecho esta ocasión para abrazaros a todos y para agradeceros por cuanto me habéis dado”. Se emocionó y nos transmitió a todos su misma emoción. Y fue, de hecho, la última fiesta de la Asunción que pasó con nosotros: murió el 6 de agosto del año siguiente. Sólo entonces volvimos a pensar en sus palabras del año anterior. Su muerte se anunció desde la mañana de aquel domingo. No tuvo fuerza para pronunciar el Angelus. Hubo una gran cantidad de médicos, de enfermeros que llevaban tubos de oxígeno desde el hospital cercano. Esperamos hasta el último momento para ver desmentidos nuestros temores. Pero cuando su camino terminó, todos nos pusimos a rezar espontáneamente. Así acompañamos su muerte. Por tres días, el cuerpo fue expuesto aquí. Fue una procesión continua hasta que un simple coche fúnebre del Municipio con un lazo negro, llevó el cuerpo a Roma.

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El Papa Luciani, en cambio, nunca ha venido aquí, ni siquiera como Cardenal, ¿verdad?


Con Juan Pablo I tenemos una gran pena: la de no haber podido mostrarle nuestro afecto

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Luego, ha sido el turno del Papa Wojtyla…


Mi historia con Juan Pablo II se inició aún antes de su elección. El domingo anterior al cónclave que lo eligió, me llamó por teléfono Monseñor Andrea Deskur. Me preguntó si podía venir aquí a las Villas en compañía del Arzobispo de Cracovia – “un buen Cardenal, gran trabajador” me dijo – porque deseaba transcurrir algunas horas en soledad para rezar. Naturalmente, vinieron juntos. Comieron en el restaurante que está debajo del Palacio – posteriormente, en una audiencia, el Papa reconoció a la señora propietaria del restaurante y le agradeció por “aquellos exquisitos fetuccine” – y luego permanecieron aquí paseando y rezando. Cuando anunciaron su elección, mientras muchos pensaban que se trataba de un africano, yo me sentí orgulloso de poder explicar a todos quién era en realidad. Con él cambió un poco el destino de esta residencia. En el sentido de que realmente se convirtió en la residencia alternativa del Papa. Venía en diversos períodos del año, sobre todo al retornar de los viajes o durante las fiestas. Hacía también breves visitas para preparar documentos, discursos. Especialmente en los primeros años ha revitalizado este lugar. Por la tarde, se encontraba con los jóvenes. Era una manera de conocer a fondo los diversos movimientos juveniles católicos. Eran, verdaderamente, momentos de fiesta. Se hacían fogatas, se cantaba, se contaba la propia vida y experiencias. Pero, sobre todo, los jóvenes aprendieron a vivir cum Petro, con el Papa. Y esto ha sido muy importante.

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¿Recuerda algo en particular de su experiencia con Juan Pablo II?


La suya era una presencia viva. Cuando estaba aquí, entre nosotros, salía verdaderamente a toda hora. A veces, también entrada la noche. En invierno, incluso cuando hacía frío, salía igualmente. Se envolvía en un manto negro y algunas veces usaba también una capucha de lana, siempre negra. Luego, recuerdo también los juegos que hacía con los niños, hijos de los empleados. Cuando lo veían llegar de lejos, se escondían detrás de los arbustos. Y cuando el Papa pasaba junto a ellos, salían de improviso gritando y yendo a su encuentro. Parecía que jugaban a las escondidas. Él estaba feliz y siempre dispuesto a jugar con ellos. Para los niños se había convertido en una cita fija. Entre otras cosas, el Papa iba frecuentemente a las casas de los trabajadores que viven en el interior de las Villas. Le gustaba conocer a sus familias, entender cómo vivían. Le ofrecían un café, un té, algunos pasteles, como se hace con un amigo que viene a visitarte. Era muy hermoso y todos aquí conservan un bellísimo recuerdo de su manera de estar entre ellos.

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Usted recordará las polémicas surgidas después de la decisión de hacer construir una piscina en las Villas…


Fueron polémicas instrumentalizadas. El Papa la usaba, sobre todo, por motivos de salud. Tenía ya algunos problemas y le habían prescrito unas horas de natación para mejorar o tener bajo control sus problemas. Era un Papa deportista, pero esto poco tiene que ver con la piscina. Se trata de una piscina de sólo dieciocho metros y todavía está activa y en funcionamiento. El Papa Wojtyla la ha usado muchísimo. Recuerdo que una vez, precisamente comentando las críticas sobre los costos afrontados para construir la piscina, dijo con humor: “Un cónclave costaría mucho más”. Esto para hacer entender cuánto lo ayudaba el ejercicio físico a soportar los esfuerzos de su fatigoso pontificado. Le gustaba bromear sobre ser “un Papa deportista”. Frecuentemente nos recordaba que, en presencia de otros hermanos, repetía que los cardenales polacos eran más deportistas que los italianos: el cincuenta por ciento de los cardenales polacos practicaba al menos un deporte. Y cardenales polacos eran sólo él y Wyszynski. Fue durante su pontificado, en 1986, cuando fui nombrado Director de las Villas Pontificias. Había muerto Carlo Ponti, que fue director desde 1971.

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Y ahora, el Papa Benedicto XVI…


De él nos impresiona su extraordinaria delicadeza de ánimo, su extrema sensibilidad, su profunda espiritualidad. El conocía bien las Villas porque, al menos una vez al año, normalmente con ocasión de su onomástico, se concedía un día de descanso y venía aquí. Así que esto, en cierto sentido, ha facilitado su inserción en este ambiente, con el cual enseguida se ha encariñado. Para nosotros, por ejemplo, ha sido un gran placer oírle decir desde el principio: “Castelgandolfo es mi segunda casa”. Trabaja mucho en este ambiente silencioso. Y para nosotros es muy bello escuchar las notas de su piano. No es, ciertamente, el primer Papa que toca un instrumento. Por ejemplo, Pío XII tocaba el violín: pero nunca lo hizo aquí en las Villas o, al menos, nunca se lo escuchó. Ahora, en cambio, podemos escuchar, sobre todo por la tarde, sonatas de Mozart, Bach o Beethoven, ejecutadas por el Papa. Es algo que nos llena de alegría porque significa que Benedicto XVI se siente, verdaderamente, en su casa.

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Fuente: L’Osservatore Romano


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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